jueves, 3 de abril de 2008

Los tiburones, que son suaves...



Lo cierto es que apenas fui consciente.
He tenido desde pequeño una discreta tendencia a escribir con un idioma elocuente. Me encanta utilizar palabras grandes en lugares chiquititos, de tal forma que cuando uno hable de la soledad, no se refiera a LA SOLEDAD que todo lo anega, sino a esa fierecilla que nos divisa y pretende desde lejos, que espera que nos distraigamos para lanzarse a por el alimento que recubre nuestros huesos.


Por eso, desde que le llevé al concierto tengo la sensación de que el amor es un artilugio incomprensible.

Tiene poco más de tres años, y está en esa fase en la que no se mira el mundo, sino que se devora. Corre cuando me ve, y aunque me abraza poco, para él es más importante la carrera que me dedica. Eso sí que es demostrarme lo que me quiere, bamboleándose con su equilibrio de peonza rota, bordeando el desastre de la caída cada dos pasos, hasta que se encuentra con mi pierna y se encarama a mi pie y me mira esperando un juego, el que sea que se me ocurra inventar pero que le tenga a él en el centro.


Este niño que me ocupa la ternura, no es niño por la edad.

Es niño porque mira a los ojos a la criatura del invierno, y se ríe.


En su mano me construye un estuario para el viento. Lo sopla. Me lo lanza. Dice: “Gaaaaande”.
Me habla de los peces gordinflones, que es su manera de refierse a los globos de Nemo y Doris. Me dice que no me asuste de los tiburones, que son suaves y no hacen nada ni a los pequeños, que es su hermano recién nacido, ni a los medianos, que es él, ni a los grandes, que soy yo.

Y se ríe.


Me da la mano cuando me quiere enseñar las cosas. Es una lección que me gustaría no olvidar. Para enseñarle algo a alguien, no decirle “Ven”. Ir, cogerle de la mano, y traerle a tus lugares.
Me alcanza con su manita petulante y me lleva.
Le digo que el número tres me hace flojear y me quedo lacio en el sitio.. Él entiende la broma y empieza a contar.


Uno, dos, (sonríe con cara de malo), cuatro, cinco, seis…
Yo silbo haciéndome el desentendido.
Él dice: “¡TRES!” y yo me quedo en el suelo hecho una pelota.


Y se ríe tanto.

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