… como escribía Emily Dickinson a su amigo dolor, entrañable dolor.
En eso, nos dicen, consiste básicamente el juego...
Primero. unos años donde ser niño y jugarse la vida a las canicas, a no hacer cálculos sobre las cosas e ir a los sitios corriendo porque sí.
Luego nos suceden unos pocos días de besos primerizos y simples, que nos supieron a poco entonces y a final de Casablanca ahora, cuando la memoria nos estafa.
Recibir unas heridas. No muchas, las normales y justas de cualquiera.
Te aseguran que llega un tiempo en el que uno sigue sintiéndose por dentro luminoso, casi un hallazgo milenario a punto de ser descubierto en cuanto llegue su momento.
Y su momento pasa, claro.
Te cuentan que un día verás con claridad que los sueños que nos parecían factibles lo eran por lo que tenían de lejanos, no por nuestra capacidad o don para la maravilla.
Reiteran que lo que procede es construirnos el parapeto de excusas para seguir mirándonos al espejo con cierta simpatía.
Un sucedáneo de nosotros. Un simulacro.
Y, finalmente, nos sugieren que hemos de encaramarnos dócilmente a la rutina elegida. La que nos resulte más cómoda. La que mejor nos plazca.
Así que me reconozco aliviado al ver este cartel de “No soñar” por las calles de Madrid. Y no porque esté en desacuerdo con todo aquello que nos dicen. No. Más bien es que creo que tomárselo con sentido del humor es la mejor de las venganzas.
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